Homenaje a la familia de ovejeros de Casa Fuerte (Adeje)

Los Ovejeros de Casa Fuerte

Teresme era otro mundo. Era como si fuese otro pueblo, tan alegre. Las tardes de Teresme son como un eco que se quedó a vivir en mi cabeza. Es un recuerdo que me emociona y trae las voces de la Familia León, toda esa chiquillería brincando sobre los morros, trepando a los árboles. Qué grande parecían las eras cuando dábamos vueltas y vueltas, como lo hacían las mulas en verano.

Ir a Teresme era la salvación. Allí no madrugabas para virar el ganado, porque siempre había alguien mayor, como Francisco o como Padre, que se levantaba temprano y te hacía el trabajo. Era como una familia grande y a los niños todavía se nos dejaba jugar, jugar y sobre todo dormir. Por lo menos hasta las ocho ¡qué gozada!

Por la Boca el Paso ya no se podía correr, a veces jadeabas tanto que tenías que pararte y dejar que el ganado te pasara delante, porque la cuesta se hacía interminable. Valió la pena. Desde lo alto, y al final de la isla, se ve otra, se ven dos, a veces tres. Incluso, dice Andrea que por allí hay otra, San Borondón. Ella jura y perjura que la ha visto, pero yo no. Los jóvenes, y Fino y Manuel dicen que tampoco. Dicen que eso son cuentos. La inventaron los cabreros de Aponte cuando se echaban a la cumbre durante semanas. La soledad agudiza la imaginación.

Desde la Boca el Paso sí me siento libre. El Barranco del Infierno parece más hondo, más misterioso y El Pinque casi ni se ve. Yo prefiero la cumbre, aunque durmieses sobre la laja, como decía Gregorio, porque tu oreja, cuando se acostumbra al frío de la pinocha, te trae el sonido del corazón de la tierra. Cuando estalló el volcán en Los Baldíos del Valle, su respiro sonaba en El Bucio, decía Miguel.

Pero lo que más me vuelve al magín es mi octavo cumpleaños, dos inviernos atrás. La cara de Madre tenía una mezcla rara, de alegría y tristeza, creo que sé por qué, pero para mí el fisquito de requesón que me tocó me pareció el más maravilloso manjar. Todavía guardo las ocho gamonas secas que Juliana colocó sobre el tarro grande de requesón con el que celebramos tan gran acontecimiento. Fue el primero y el único que me celebraron. Por eso ya no quiero cumplir más.

Apenas recuerdo mi infancia con las ovejas se me abre la llaga. Cómo se me iban los ojos al quesito tierno con trocitos de joyas del mar por los dos lados, como decía Carmen. Todos los días Antonio y Pedro cargaban los quesos en la mula para llevárselos al amo. Yo me imaginaba a los niños de la casa del amo comiéndose aquellas lonchas más anchas que un dedo. Seguramente lo mezclaban con miel. Qué ingrato me parecía estar todo el día cuidando el ganado para luego no poder probarlo.

¡Ya no lloro más! Casi se me secaron los ojos con tanto desconsuelo, descalzo por esos andenes siguiendo a las ovejas.

Mejor me voy con mi magín hasta Teresme a jugar con los chicos en la era o a “voltiar” volando entre las camas de pinillo.

En Adeje, Junio de 2008
Juan Antonio Jorge Peraza