La Siega. Una estampa más a la que quizá no lleguen nuestros hijos. Ese punto de unión entre pasado y una realidad donde cada vez somos menos activos. Lo protegido, lo que no se cultiva, la tierra que se pierde, el alma colectiva que se vende al deporte de ser cada vez menos operativo, a la pasividad. 
Que suerte vivir La Siega, la mansedumbre de los trigos, la identidad que no puedes arrancarte, porque pasa de corazón a corazón. 
La Siega que sorteará generaciones hasta encontrar la sensata, cuando alguna vez la nostalgia nos evoque la fuerza de un pueblo abnegado; el pueblo de los bancales en el acantilado, el de las galerías y el peligro de lo inminente, el del honor que le hace simple y diferente, cual océano de universalidad.