Gran Majada, Aripe

¡Que no sea el otoño quien tumbe las almendras!

¡Que no sea el otoño quien tumbe las almendras!, decía el Tío Manuel a quien lo escuchase, mientras volteaba la pinocha preñada de estiércol. Siempre había alguien, siempre alguien crecía por dentro escuchando a los viejos cuando también su cuerpo se aventuraba a nuevas formas.

Los viejos, como un libro; eran lo que no se podía leer pero se asumía, porque los viejos eran sabios como el tiempo: a cada cosa en su sitio y cada sitio para lo que era, uno para cobijarse, otro para plantar, otro para pasto y uno pequeñito para morir. ¿Para qué más tierra?

Cuando ya el sur tenía las tardes más pequeñas, sobre los morros el Tío Manuel hablaba con el viento, como un Moisés, privilegiado contertulio, sabio, cauto volvía para decirnos lo que habría de llegar, para hacer real el presagio del otoño. ¡Pero que no sea el otoño quien tumbe las almendras!, que sean las gentes, que sean hombres y mujeres. Pequeño gesto para tan preciado tesoro, botín que, como el oro llena al ego, de salud llena a los cuerpos, sorpresa frugal de finales de estío.

Temprano en la cumbre, a sol puesto ya estamos en lo de Juan José; cimbreantes, “la latas” son batutas que hacen sonar a la brisa que se extingue sobre los hombros curtidos. Apañando, los niños debaten sobre dónde esconderán tan suculento manjar para cuando el juego venga del desconsuelo. Los jóvenes sueñan con la fiesta, la chiquilla, el chico, las truchas de la suegra que quiere ser, truchas que saben a almendra, a pasión adolescente, a ilusión que crece fuerte, fugaz como árbol tierno. Apañando se reafirman los viejos con certeza: Si el arcón se llena, serán menos las penas.

Llegará el otoño tarde o temprano. Para nosotros es igual si ya la sementera está lista, clamando al cielo su razón de ser, si ya están prietos los graneros, si no se pierden en el tiempo los consejos de quienes dieron al hambre un giro de almendras. La gratitud puede ser la mayor de las virtudes cuando un árbol hecho a la mucha sed, generoso escanciaba sus frutos en tiempos de ausencia, almendreros que esperan que a cada verano, las gentes vareen sus alas para no alejarse del ciclo y la esencia de la tierra y sus gentes.
En Guía de Isora, octubre de 2008
Juan Antonio Jorge Peraza