Taller de rescate etnográfico (Santa Úrsula)

Camino de la Mar

De mañana, todavía el sol medio atolondrado entre las cumbres de Anaga, ya estábamos cansadas de esperar a que Padre levantarse; no sabía en su sigilo que ya llevábamos horas despiertas, contando los minutos que nos acercasen a ese momento. Ese momento en el que Padre abría la puerta despacio, procurando hacer todo el silencio posible para no despertarnos. Luego buscaba los tazones, inmensas cazoletas lateadas y salía a la cuadra. Sabíamos que iba en busca del mejor manjar que podía ofrecernos, un tesoro blanco y espumoso que traía consigo el olor de las flores, el olor a leche y a infancia que nunca nos abandonó después. Después, un gofio tibio nos terminaba de colmar un hambre solapada por la ansiedad.

Cuando Padre cumplía con sus obligaciones con el ganado y la puerta quedaba cerrada al viento, porque en aquellos tiempos se respetaba lo ajeno aunque estuviese abierto, salíamos por la Vereda del Alto, camino del pueblo. Nunca se nos había hecho tan corto el camino, qué contraste, como cuando íbamos a la escuela con los ojos todavía vestidos de sueño.

Por fin, ya estábamos todos juntos: los primos, los amigos de Padre, el cura, Dora la de Seña Carmina, ¡qué ilusión!

Los muchachotes se iban cargando los matules mas grandes, incluso Panchito se ofreció a Padre porque como no teníamos hermanos mayores para cargar, era una oportunidad para lucirse como gallotito, o quizá para que Dorita se fijase en él. Pero Padre todavía era como un héroe fuerte y elegante para nosotras. Él llevaba nuestros enseres.

En pocos minutos, cuando se pasaba lista sin reparar mucho, pero con todo el equipo controlado y la bendición de San Pedro, partíamos a Santana por el Camino de la Mar. El horizonte del Lomo Román parecía que no tenía fin, la mar al fondo con sus destellos azules y blancos anunciándonos el maravilloso día de fiesta que teníamos por delante.

El misterio se nos aparecía por las curvas del acantilado, cuando llegábamos a una cuevita pequeña y poco a poco, como si de una ofrenda se tratase, depositábamos dos palitos pequeños que formaban la cruz que nos iba a acompañar durante ese maravilloso día. Era como una garantía de que no nos íbamos a ahogar, o de que aunque nos escapásemos unos minutos antes de la hora después de comer, tiempo de hacer la digestión, no se nos iba a cortar por mojarnos las canillas.

Qué recuerdos, las coplas y el sonido de los timples confundidos con el ruido del agua; las olas eran el acompañamiento perfecto para la parranda. Algunas veces Padre cantaba folías, eran su música preferida, siempre hablaban de Madre, por eso las cantaba triste, incluso le salía alguna lagrimilla. Eran las únicas veces en las que el endurecido corazón de Padre se abría al viento en forma de cantares. Volaban mecidos en la brisa, quizá para acercarse a Madre.


En Santa Úrsula, Junio de 2008

Juan Antonio Jorge Peraza