LLovía en Lanzarote

Llovía en Lanzarote. Un maná de gotas suaves, pequeñitas, se deslizaba como una cortina clara sobre el verde de Lanzarote, el verde de las puertas, el verde que falta. Nunca había sentido llover en Lanzarote. Claro, no soy de aquí.

No huele a tierra mojada, el suelo cruje y un olor diferente entre poros de cristal se escurre, hacia las entrañas.

Ya el café está haciendo estragos en mi cabeza, la he liado. Hace cuatro horas amanecía en el sur de Tenerife y ahora estoy dedicándole albricias a Shamir. Shamir trabaja en la Geria, es peón agrícola de la vida. El vino es vida y es la fe roja para muchos. O quizá fuera sangre blanca, o rosada. Al final, sólo era sangre de la que hablábamos Shamir y yo. Él marroquí, yo canario, vecinos de un mismo planeta y de un mismo dorso continental, el del occidente africano, el occidente de las vanguardias. Siempre he pensado que el oeste de los sitios es aventurero porque se apoya en el giro de la tierra para avanzar.

Shamir y yo hablamos en la Geria sobre la buena y mala gente. Llego a pensar que teme la posibilidad de que yo lo ubique entre los dirigentes de su país que están masacrando a los saharauis. Nada más lejos.

Esta magia de las Islas me llevó desde un ágil despertar en Guía de Isora hasta un café de no sé dónde en medio de la Geria. El agasajo de Shamir viene del Continente, desde el hogar donde unos padres heredaron de sus padres el don de la amabilidad.

Bendito crisol la canariedad, bendito encuentro de culturas: el vino, que llegó del norte, la lluvia, fina, delicada, la paz que brinda la hondura oscura, salpicada de blancos: Lanzarote.
En La Geria, el 18 de noviembre de 2010,
Juan Antonio Jorge Peraza