Sosiego y fuga, en Tenerife

La Isla es un continuo crepitar de espuma y aire. Es un arraigo de amaneceres: dorados con la tarde, verdes en el milagro de la flora, radiantes en la esperanza de cada pueblo en su arribo.

Destellos de misterio nacen desde la penumbra de la aborigen morada, pétrea y silenciosa, escaramuza de la hidalguía que vistieran barrancos, vegas o peñascos. Desde la isla brotan ecos multicolores de andanzas lusas, normandas o castellanas. Cimbrean venas de norte antiguo, se yerguen sones de frugal cadencia, de ritmo veloz y joven, americanos sones de acento limpio y latino.

Esa es la isla de las nieves y los desiertos, una piel diversa, volcánica y lánguida, crepuscular y amante, terruño prieto de sentidos que viajan al alma, con sus paseos te besa, con el alisio te abraza y en un atardecer cualquiera ya te cautiva en su lava.

Tenerife, espacio de sauzales, lagunas y jarales, de furnias, de valles de luz, de otras islas pequeñas, bajas e irreverentes hacia la vertical angostura.

Viajar en la Isla es la desazón de la cordura. En ella juegan tabaibal y laurisilva, palmeral y pinares, arrorrós y folías.

Cuando se aquieta el día y el sol se fuga lentamente, la fuerza de lo diverso misteriosamente se disfraza, parece adentrarse en los bucios a bailar y el aire queda en silencio.

Después de perderse en el bullicio multicolor del día, la tarde es suave y mágica en Tenerife, quizá ese sea el mejor tiempo y rincón para encontrarse.

Sobre el Océano Atlántico, el 26 de junio de 2011
Juan Antonio Jorge Peraza