HOMENAJE A LA SIEGA DE ICOD EL ALTO 2012. LOS REALEJOS
El sol rayando en el Arenal de Joco nos acompaña.

Un haz platino, fino, una promesa de cielo limpio y aire caliente para quebrar los tallos emblandecidos por el sereno de la noche. Un hatillo de alisios parece llegar desde la hondura del océano empujándonos por los caminos del Mazapé. Hay que llegar antes que la claridad a las huertas. Sería un deshonor llegar con el sol en el cielo, aunque la siega no empiece hasta que sus brazos nos apabullen con su calor lento, pesado.
Los niños van a cuestas, sorteando los vaivenes del camino y del sueño, que no se quiere ir, aunque ya la vida se despertó temprano. Van a cuestas de sus unicornios alados sobre albardas de oro y centeno. Los niños van medio dormidos en la ilusión de llegar a los mares de trigo, para jugar sobre la paja vencida. Sutilmente, “a rabodeojo” escudriñan las armas de sus mayores; hincadas al refajo, espadas curvas, esquivas, serán luego hacedoras del milagro del trigo.
Los ojos puestos en el Teide, majestuoso perfil en los confines de La Corona, acrecentado en misteriosa sombra del amanecer, vamos subiendo en una calma rítmica y constante. Vamos al encuentro de otras gentes; de la familia que viene a ayudarnos en la siega, según Padre desde hace siglos, de los vecinos a los que también habrá que ayudar cuando sus espigas renuncien a su estacional romance con el viento.
En la Siega de Icod el Alto, su gente va siguiendo las huellas de lo que fueron siempre: un tropel de vida sobre los llanos de la siembra, como la simiente, la luz, como la lluvia…