Les anexo un cuento infantil, con el que hemos homenajeado a Pablo García, un maravilloso ser que se dedicó a recuperar topónimos y mostrárselos a quienes tenían el privilegio de su cercanía. Me ha ayudado en su redacción mi chiquilla, Isabel, con sus dibujos que saben a la fragancia que solo genera la niñez, Topito y Pablo. Aviso a navegantes osados: en Fasnia no hay topos, tampoco los topos hablan. Un fuerte abrazo
(Para Pablo García, que siempre nos estará guiando con sus topónimos)
Érase una vez el camino, una fuente, una caldera, que no es la esposa del caldero, ni su novio, ni su hermano. Es la caldera.
Érase una vez el camino, una fuente, una caldera, que reunidos en la caldera, hablaban con los pájaros sobre una historia que alguna vez dejó una lechuza en el aire de la caldera, que ya habíamos dicho que no era la esposa del caldero, ni su novio, ni su hermano. La caldera era donde vivían el camino, una fuente y los pájaros. En ella vivía mucha gente, muchísima; vivían árboles, caracoles, luciérnagas, lombrices...
Pero en esta historia que vamos a contar sólo estaban los tres amigos que nombrábamos al principio: el camino, la fuente y la caldera.
Parece ser que hace mucho tiempo, muchísimo. Era muchísimo para las mariposas, porque ellas vivían felices y muy rápido, adornando el campo con sus colores a destellos. Hace tiempo ya, el campo era como lo vemos ahora, con flores, con lechugas, con barrancos llenos de cuevas, de animales pequeñitos y de otros grandes... y había un topo.
¿Un qué?, un trompo, decía la fuente. Que no, que es un soplo, un soplo del aire, un soplo de cuando mi madre me quita las pelusas de la cabeza cuando me meto en la cueva donde hay unas flores blancas con muchos pelitos blancos. ¡Que no!, dijo el camino con mucha energía. Es un topo. Un animalito pequeño, muy ágil, un gran minero. Con sus pezuñas es capaz de hacer kilómetros y kilómetros de túneles. Pasa por debajo de mí como si fuera un tranvía haciendo agujeros, haciendo agujeros.
El topo vivía solo y casi nunca hablaba con otros seres del campo. Yo creo que se sentía feo y por eso se escondía siempre, como ajeno a todo. Hasta que un día haciendo un agujero enorme como una lombriz, con el que pretendía cruzar de lado a lado un barranco, el topo escarbaba y escarbaba y escarbaba, sabía que quedaba poco para llegar a la superficie y aunque le faltaban las fuerzas seguía y seguía hasta que, de repente, vio la luz y pudo respirar con fuerza, con tanta fuerza que aspiró una mosca despistada y estornudó: ¡atchís!
Cuando se recuperó vio una bota, una bota del color de la tierra, con un gusano enorme que hacía curvas y curvas. Y por encima de la bota había otro ser del campo, pero este era enorme, no se parecía a los otros topos, ni a los pájaros, era como un árbol, porque tenía dos ramas y al final de éstas otras ramitas pequeñas.
¡Es un hombre!, dijo el camino, otra vez con mucha energía.
Aaaah, contestaron la fuente y la caldera.
El hombre no se asustó; sin moverse, le dijo al topo muy suavemente: Hola ¿de dónde sales tú?
Su voz era tan suave que el topo no se asustó, siquiera sintiéndose tan feo, la actitud de aquel hombre era tan agradable que no tuvo miedo, ni se enfadó como solía hacer. Era como si lo conociera de toda la vida.
El hombre se presentó: Bueno, tranquilo, yo soy Pablo. Tu salida desde el centro de la tierra es una gran hazaña, eso no lo hacen ni los superhéroes. Se ve, amigo, que eres un gran minero, un valiente minero.
El topo se sintió halagado por los piropos de Pablo y cada vez se iba sintiendo mejor, por fin tenía un amigo. Le preguntó: ¿por qué tienes esos gusanos viajando en tus zapatos? ¿Acaso no saben caminar solos? Pablo le contestó: no son gusanos, son ligas, se abrazan a mis pies para que no se me caigan las botas.
Aaaah, dijo el topo, medio avergonzado por tremendo despiste.
Pablo se sentó junto al topo y empezaron a hablar, hablar, y hablar. Cada uno decía algo de lo que tenían alrededor y el topo, que antes siempre hablaba mal de todo, poco a poco fue reconociendo cosas hermosas de lo que tenía delante, contagiado por Pablo, que veía todo bonito, aunque solo fueran piedras, o un árbol caído, o una caldera, que ya dijimos que no era la esposa del caldero, ni… ¡Ya!, ya sabemos lo que no es. Pero ¿qué es? ¿por qué se llama caldera?
Pablo y Topito nos lo van a contar enseguida.
En ese encuentro feliz de Pablo y Topito, Pablo le contó a Topito cómo todo en la naturaleza tenía una misión, cómo unos animalitos alimentaban a otros, cómo las abejas comen de las flores y las flores comen de unos bichitos pequeñitos, pequeñísimos, que viven por debajo del suelo. Y le comentaba cómo las flores alimentan al aire, y gracias al aire viven las lombrices, y los pájaros, y los topos, y hasta los niños.
Pero no todo era alegría en Pablo, porque estaba perdido, aunque era tan buena persona que era incapaz de decírselo al topo, por no disgustarlo. Caminaban juntos mientras hablaban, y Pablo miraba para todos lados, como buscando algo… ¿Qué sería?
Siguieron hablando y hablando hasta que casi se hizo de noche y el topo ya estaba pensando hacerse un agujero, y ¡súpita!, a dormir, pero ¿y Pablo? ¿Dónde dormiría Pablo? Porque era muy grande para dormir en uno de los agujeros que hacía Topo, creo que su barriga era de la talla grande.
Fue cuando Topito encontró su misión en la vida, le indicó: Pablo, ¿por qué no duermes tú en la Cueva del Refugio?
Genial, dijo Pablo, eso es lo que estaba buscando, un sitio para dormir. Yo vine a explorar este campo para hacer felices a los niños de mi pueblo, para que pudieran venir a disfrutarlo como lo haces tú, o los conejos salvajes, o los cernícalos, para que no se pierdan, pero no conozco los nombres de los sitios.
Topo nunca se había sentido tan feliz, quizá no lo había sido nunca.
Buenos días, buenos días, se dijeron Pablo y Topito a la mañana siguiente. ¡Qué sueño! dijo Topito, mientras se estiraba y se quitaba la tierra de las orejas.
Y mientras se preparaban para desayunar y quizá luego despedirse, Topito hizo una propuesta: Pablo, yo quiero ayudarte a buscar los nombres de los lugares, para que luego puedan venir los niños de tu pueblo a visitarme, para que los pinos no estén tan solos, siempre callados, solos, parece que están esperando a que vengan a jugar a su alrededor.
Qué bonito, decía la caldera, tiene forma de caldero, con paredes que no se terminan nunca aunque des millones de vueltas alrededor.
Y el camino terminó la historia casi llorando, porque él mismo sintió pasar a Pablo y a su amigo minero muchas veces, de un lado a otro de sus hombros, buscando nombres a los que llamó topónimos ¡Qué raro! ¡Qué parecido con el nombre de su amigo!
Eran los nombres que hoy los niños del pueblo de Fasnia y de todo el mundo conocen y que son como luces, para no perderse.
Y agradecidos porque ya el camino, la fuente y la caldera tenían sus propios nombres se despidieron para seguir cumpliendo su función en la naturaleza, ahora más satisfechos porque vieron que cada uno tenía su propia gran importancia.
Y, como dirían los duendes del país de la fantasía, ¡colorín colorado, este cuento se ha acabado!
Érase una vez el camino, una fuente, una caldera, que no es la esposa del caldero, ni su novio, ni su hermano. Es la caldera.
Érase una vez el camino, una fuente, una caldera, que reunidos en la caldera, hablaban con los pájaros sobre una historia que alguna vez dejó una lechuza en el aire de la caldera, que ya habíamos dicho que no era la esposa del caldero, ni su novio, ni su hermano. La caldera era donde vivían el camino, una fuente y los pájaros. En ella vivía mucha gente, muchísima; vivían árboles, caracoles, luciérnagas, lombrices...
Pero en esta historia que vamos a contar sólo estaban los tres amigos que nombrábamos al principio: el camino, la fuente y la caldera.
Parece ser que hace mucho tiempo, muchísimo. Era muchísimo para las mariposas, porque ellas vivían felices y muy rápido, adornando el campo con sus colores a destellos. Hace tiempo ya, el campo era como lo vemos ahora, con flores, con lechugas, con barrancos llenos de cuevas, de animales pequeñitos y de otros grandes... y había un topo.
¿Un qué?, un trompo, decía la fuente. Que no, que es un soplo, un soplo del aire, un soplo de cuando mi madre me quita las pelusas de la cabeza cuando me meto en la cueva donde hay unas flores blancas con muchos pelitos blancos. ¡Que no!, dijo el camino con mucha energía. Es un topo. Un animalito pequeño, muy ágil, un gran minero. Con sus pezuñas es capaz de hacer kilómetros y kilómetros de túneles. Pasa por debajo de mí como si fuera un tranvía haciendo agujeros, haciendo agujeros.
El topo vivía solo y casi nunca hablaba con otros seres del campo. Yo creo que se sentía feo y por eso se escondía siempre, como ajeno a todo. Hasta que un día haciendo un agujero enorme como una lombriz, con el que pretendía cruzar de lado a lado un barranco, el topo escarbaba y escarbaba y escarbaba, sabía que quedaba poco para llegar a la superficie y aunque le faltaban las fuerzas seguía y seguía hasta que, de repente, vio la luz y pudo respirar con fuerza, con tanta fuerza que aspiró una mosca despistada y estornudó: ¡atchís!
Cuando se recuperó vio una bota, una bota del color de la tierra, con un gusano enorme que hacía curvas y curvas. Y por encima de la bota había otro ser del campo, pero este era enorme, no se parecía a los otros topos, ni a los pájaros, era como un árbol, porque tenía dos ramas y al final de éstas otras ramitas pequeñas.
¡Es un hombre!, dijo el camino, otra vez con mucha energía.
Aaaah, contestaron la fuente y la caldera.
El hombre no se asustó; sin moverse, le dijo al topo muy suavemente: Hola ¿de dónde sales tú?
Su voz era tan suave que el topo no se asustó, siquiera sintiéndose tan feo, la actitud de aquel hombre era tan agradable que no tuvo miedo, ni se enfadó como solía hacer. Era como si lo conociera de toda la vida.
El hombre se presentó: Bueno, tranquilo, yo soy Pablo. Tu salida desde el centro de la tierra es una gran hazaña, eso no lo hacen ni los superhéroes. Se ve, amigo, que eres un gran minero, un valiente minero.
El topo se sintió halagado por los piropos de Pablo y cada vez se iba sintiendo mejor, por fin tenía un amigo. Le preguntó: ¿por qué tienes esos gusanos viajando en tus zapatos? ¿Acaso no saben caminar solos? Pablo le contestó: no son gusanos, son ligas, se abrazan a mis pies para que no se me caigan las botas.
Aaaah, dijo el topo, medio avergonzado por tremendo despiste.
Pablo se sentó junto al topo y empezaron a hablar, hablar, y hablar. Cada uno decía algo de lo que tenían alrededor y el topo, que antes siempre hablaba mal de todo, poco a poco fue reconociendo cosas hermosas de lo que tenía delante, contagiado por Pablo, que veía todo bonito, aunque solo fueran piedras, o un árbol caído, o una caldera, que ya dijimos que no era la esposa del caldero, ni… ¡Ya!, ya sabemos lo que no es. Pero ¿qué es? ¿por qué se llama caldera?
Pablo y Topito nos lo van a contar enseguida.
En ese encuentro feliz de Pablo y Topito, Pablo le contó a Topito cómo todo en la naturaleza tenía una misión, cómo unos animalitos alimentaban a otros, cómo las abejas comen de las flores y las flores comen de unos bichitos pequeñitos, pequeñísimos, que viven por debajo del suelo. Y le comentaba cómo las flores alimentan al aire, y gracias al aire viven las lombrices, y los pájaros, y los topos, y hasta los niños.
Pero no todo era alegría en Pablo, porque estaba perdido, aunque era tan buena persona que era incapaz de decírselo al topo, por no disgustarlo. Caminaban juntos mientras hablaban, y Pablo miraba para todos lados, como buscando algo… ¿Qué sería?
Siguieron hablando y hablando hasta que casi se hizo de noche y el topo ya estaba pensando hacerse un agujero, y ¡súpita!, a dormir, pero ¿y Pablo? ¿Dónde dormiría Pablo? Porque era muy grande para dormir en uno de los agujeros que hacía Topo, creo que su barriga era de la talla grande.
Fue cuando Topito encontró su misión en la vida, le indicó: Pablo, ¿por qué no duermes tú en la Cueva del Refugio?
Genial, dijo Pablo, eso es lo que estaba buscando, un sitio para dormir. Yo vine a explorar este campo para hacer felices a los niños de mi pueblo, para que pudieran venir a disfrutarlo como lo haces tú, o los conejos salvajes, o los cernícalos, para que no se pierdan, pero no conozco los nombres de los sitios.
Topo nunca se había sentido tan feliz, quizá no lo había sido nunca.
Buenos días, buenos días, se dijeron Pablo y Topito a la mañana siguiente. ¡Qué sueño! dijo Topito, mientras se estiraba y se quitaba la tierra de las orejas.
Y mientras se preparaban para desayunar y quizá luego despedirse, Topito hizo una propuesta: Pablo, yo quiero ayudarte a buscar los nombres de los lugares, para que luego puedan venir los niños de tu pueblo a visitarme, para que los pinos no estén tan solos, siempre callados, solos, parece que están esperando a que vengan a jugar a su alrededor.
Qué bonito, decía la caldera, tiene forma de caldero, con paredes que no se terminan nunca aunque des millones de vueltas alrededor.
Y el camino terminó la historia casi llorando, porque él mismo sintió pasar a Pablo y a su amigo minero muchas veces, de un lado a otro de sus hombros, buscando nombres a los que llamó topónimos ¡Qué raro! ¡Qué parecido con el nombre de su amigo!
Eran los nombres que hoy los niños del pueblo de Fasnia y de todo el mundo conocen y que son como luces, para no perderse.
Y agradecidos porque ya el camino, la fuente y la caldera tenían sus propios nombres se despidieron para seguir cumpliendo su función en la naturaleza, ahora más satisfechos porque vieron que cada uno tenía su propia gran importancia.
Y, como dirían los duendes del país de la fantasía, ¡colorín colorado, este cuento se ha acabado!